Te examino en los rostros con la mirada cansada; en las calles desoladas me resiento.

Te veo a la vuelta de cada esquina,
te persigo en mis tiempos,
te busco como si fueras remedio.

Te pienso en lugares donde alguna vez estuviste.
Te toco, te siento con cada aliento.

Esta ciudad huele a vos,
está arrinconada por tu perfume.
Es víctima de tu ambigüedad,
sirvienta de tu lumbre,
esclava de tu paso,
y dueña de tu silencio.

Con rumbo siniestro arremetés
contra mis cimientos más sensibles.

Cada cuadra que recorro es un tramo de mi pasado,
de mi destino próximo,
y de mis pesadillas más vividas.

Tus ojos me siguen hablando.
Y, decididos a herirme,
me dicen tus verdades.

Tu llanto, tan delicado como tu sonrisa,
habla también.
Y siento cómo mi vida se va con tus palabras,
cómo tus mentiras se entierran en mi alma,
cómo tus pinceladas devastan este lienzo
dejándome casi sin nada.

Cuánta pobreza hay en mi soledad.
Y cuántas virtudes le encontré con el tiempo.

Nunca te fuiste.
Y así, mi exilio no fue más que un pretexto
para huir de esta ciudad horrenda.

Tanto me atormentó que ya no me deja volar.
Ni siquiera lo intento.
Solo me rindo, marcado por mis pensamientos.

Invento sonidos llevados al canto.
Te sueño, y me espanto
en cada noche de llanto.

Sigo siendo internamente tuyo,
incluso desnudo,
incluso tan oscuro.

Barriste con todo.
Te percibí como humo.
Dejaste huellas marcadas
que otras miradas borraron.

Anestesia involuntaria para un dolor innecesario.
Sensaciones acostumbradas a dolores imaginarios.

Vulnerable a tu sonrisa,
me hundía en esas huellas.
Ahora borradas,
solo quedan recuerdos de momentos superficiales,
rememoraciones absurdas,
instantes banales.