Figuras mal pegadas, repetidas hasta el cansancio.
Siluetas que se reemplazan sin dejar huella.
Pierdo interés cuando el sentimiento se desvanece
y las lágrimas brotan.
La gente acomoda su cuerpo a nuevas comodidades,
se estimula con placeres mínimos,
se toca,
resiste el inevitable vacío del alma.
La tristeza se vuelve rutina,
la soledad cotidiana, indomable.
Sienten calor. Sienten placer.
Y al recorrer las cuadras,
el viento golpea mi nuca
y me hace pensar que nada sucedió.
Todo fue breve, imaginario,
como un sol tibio en una primavera temprana.
No sé cuánto de esto fue verdad,
cuánto fue invención.
Pero su mirada —
su simple mirada —
significó más para mí
que para ningún otro, nunca.
Detrás del vidrio,
tenue y pensativa,
quizás rígida,
quizás alegre.
La mueca de sus labios rojos
se entremezcla con lo suave de sus pómulos,
y yo imagino.
Solamente imagino,
en este vagón infecundo.
Nos quedan dos miradas.
Crucémoslas.
Y estemos juntos.
Muy lento, estemos juntos…